Dejo en su tumba unas cuantas palabras húmedas
y silenciosas como un gato.
Para la tumba de Anaïs Nin.
Para su pelo que nunca conocí
y sus muslos que un día fueron hermosos,
lo aseguro.
Para sus sueños donde solía hablar despacio
en lo redondo de una oreja,
cuando subía a la corola del amor para cortarle un pétalo.
Para su risa que aún me llama
con un gesto furtivo que no olvido
porque por esas rutas me perdí
arrellanado en la noche
cuando tenía quince años.
Para Anaïs Nin.
Para su tumba que parece un huerto.
A veces una flor entre el musgo negruzco se entreabre
con su color violeta
húmeda por un soplo de tibieza
cuando la vara del manzano le acaricia los labios.
Para Anaïs Nin.
Para la tumba de ese éxtasis
que me hizo morir alguna noche
para resucitarme en un instante.
Para la tumba de Anaïs Nin, un beso,
una puerta de amor no clausurada.
Un día nos veremos en el polvo.
Entonces ya verás
cómo no muere un muerto.
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