«Huele a salitre».
Estas ellas y estos ellos también son personas,
pero con sumisión, sexo, harapos
y edad indefinible.
Escasas de dinero
y con más indigencia que descanso,
trasladan los peces muertos
-caja o cesto o balde de la cabeza en lo cimero-
desde la Rula a las bodegas
que pueblan las estrechas
-y muy redondamente deshuesadas-
calles del barrio.
«Huele a salitre».
Esas sí que son personas,
tienen su despectivo apodo: focas.
Focas de rostro burilado
por el menesteroso oficio,
rostro que raramente ríe
la tristeza de su enfado.
Ríen no obstante sus bolsos
al son y peso metálico
de las piececillas
que justifican sus viajes grávidos.
-Toma y daca-,
en la bodega es el cambio.
Cuando las focas regresan
-de vacío e ilusionadas-
las chapas rózanse con peso cálido.
«Huele a salitre»:
es la saya, el pantalón,
la palma de la mano,
el zueco y la alpargata;
es el brillo de la escama
y el hilillo salitroso
que por la cara resbala.
Su oficio: -vaivén de focas-
¿quién se lo compra?
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Cuando leí el poema pensé que su autor despreciaba en exceso a esas gentes objeto de su poema. ¡Haría falta más de una vida para saber!
Rafael.-
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