En cada uno de ellos era muchos un hombre.
Eran más todavía. Traían la industria de las armas
y el reno rojo, como un bosque ondulante
y detrás el lobo que, en una mañana ya añejo,
sería el perro de la hoguera y de las sobras,
el sirviente blanco.
Eran muchos, no un hombre.
Vagos sus nombres
se referían al viento y a los tótems,
a un hecho que pasó en un nacimiento,
el deshielo que ahogó
o el meteoro fugaz que ardió en la tundra
o la muchacha audaz que en mar abierto,
salvó a su hijo de la cólera brutal de la ballena.
Sus dioses eran el salmón
que cada año retorna como el año
y que va al mar y el oso pardo,
una montaña que muge
y que el filo de lanza abate,
y el pesado bisonte y el tigre rayado,
que se quedó en Siberia
y que la manta del navajo evoca:
extranjeros, ellos serían América,
la múltiple figura que no supo Balboa y que Pizarro
abandonó a la imaginación de un franciscano.
De hueso, no de madera y de noche
serían sus dioses ni de la piedra
que labran los pueblos de una tierra supuesta,
entre la niebla de sus transmigraciones.
Eran crueles y antiguos como el Asia;
fundarían imperios en la aurora y en México,
reinos en Bolivia, fortalezas
donde un signo inequívoco mostrara
la voluntad de estos dioses:
un águila en el aire arrebatando la serpiente,
un árbol singular, como un recuerdo
de las llanuras heladas y el Mar Blanco,
que ya sólo evocaban los viejos moribundos
y el Sueño, que es eterno.
Alzarían Tenochtitlán, el Cuzco
y el enigma silencioso, Tiahuanaco,
en la isla de Pascua graves rostros
que contemplan todavía su gran marcha;
otros, sin embargo, volverían
al corazón de las selvas y al olvido,
como los muertos al pasado,
al país de la cuna y de las tumbas.
Mañana, todavía, aún faltaba,
nuevos extranjeros alzarían
ferrocarriles, calles, edificios,
calendarios regidos por el sol y no la luna,
venidos de otros Beherings y otras fechas,
en nuestras claras ciudades, oh ingenuas tierras,
seremos siempre dobles:
uno solo y muchos, hombres de ninguna parte.
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