Los árboles entonan su nostalgia
al compás de la brisa,
mientras Gustavo Adolfo se pregunta
por qué marchar, si nadie,
excepto aquellos muros, le reclama.
Armonía y retiro son sagrados
para él, de manera
que todo justifica lo dudable.
Sin embargo, alguna vez recibe
noticias de ese mundo que dejara
en manos de escritores alumbrados
por su propia ambición. El goza solo,
camina hasta el crucero,
quedándose la vida
a la distancia fría que merece.
La historia añade cartas desde entonces,
y el monasterio muda
cada noche su piedra envejecida,
dejando al descubierto
unos pasos de luna por el claustro.
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