Nadie lo sepa, amada, y a pesar del espacio
que nos separa, hablemos con baja y lenta voz
de aquel amor que yace, como un niño dormido,
sobre mi corazón, sobre tu corazón.
Tú eras una divina mujercita pequeña;
cabellera de sol, grandes ojos de sombra.
Yo tenía tan sólo mi corazón que tiembla;
yo no era más que un niño aspirando una rosa.
Rosa que todavía me perfuma las manos,
y nunca será flor entre las manos de nadie,
porque le dió su sabia mi corazón extraño
que es una rosa viva, de pétalos de sangre.
Puro y claro, mi amor me dio el gozo y la pena,
la pena de perderlo para no hallarlo más.
¡Por qué no te amé siempre de lejos, de muy lejos,
como el mar a la luna, como la luna al mar!
Así no sufriríamos de este recuerdo, ahora,
Pero no... consolémonos y bajemos la voz.
Nos endulzó y pasó, como todas las cosas.
Calla. No maldigamos, ¡Si nos oyera Dios!
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