Poemas de Rosario Castellanos
- Accidente
- Agonía fuera del muro
- Ajedrez
- Amanecer
- Amor
- Apelación al solitario
- Apuntes para una declaración de fe
- Autorretrato
- Bella dama sin piedad
- Canción de cuna
- Destino
- Día del esplendor y la abundancia...
- Dos meditaciones
- El otro
- En el filo del gozo
- Esta tierra que piso...
- Falsa elegía
- Jornada de la soltera
- La velada del sapo
- Lamentación de Dido
- Lo cotidiano
- Meditación en el umbral
- Misterios gozosos
- Monólogo en la celda
- Parábola de la inconstante
- Poesía no eres tú
- Presencia
- Se habla de Gabriel
- Ser de río sin peces
- Silencio cerca de una piedra antigua
- Soneto del emigrado
- Una palmera
Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Rosario Castellanos:
Amor
Sólo la voz, la piel, la superficie
Pulida de las cosas.
Basta. No quiere más la oreja, que su cuenco
Rebalsaría y la mano ya no alcanza
A tocar más allá.
Distraída, resbala, acariciando
Y lentamente sabe del contorno.
Se retira saciada
Sin advertir el ulular inútil
De la cautividad de las entrañas
Ni el ímpetu del cuajo de la sangre
Que embiste la compuerta del borbotón, ni el nudo
Ya para siempre ciego del sollozo.
El que se va se lleva su memoria,
Su modo de ser río, de ser aire,
De ser adiós y nunca.
Hasta que un día otro lo para, lo detiene
Y lo reduce a voz, a piel, a superficie
Ofrecida, entregada, mientras dentro de sí
La oculta soledad aguarda y tiembla.
Poesía no eres tú
Porque si tú existieras
tendría que existir yo también. Y eso es mentira.
Nada hay más que nosotros: la pareja,
los sexos conciliados en un hijo,
las dos cabezas juntas, pero no contemplándose
(para no convertir a nadie en un espejo)
sino mirando frente a sí, hacia el otro.
El otro: mediador, juez, equilibrio
entre opuestos, testigo,
nudo en el que se anuda lo que se había roto.
El otro, la mudez que pide voz
al que tiene la voz
y reclama el oído del que escucha.
El otro. Con el otro
la humanidad, el diálogo, la poesía, comienzan.Amanecer
¿Qué se hace a la hora de morir? ¿Se vuelve la cara a la pared?
¿Se agarra por los hombros al que está cerca y oye?
¿Se echa uno a correr, como el que tiene
las ropas incendiadas, para alcanzar el fin?
¿Cuál es el rito de esta ceremonia?
¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?
¿Quién aparta el espejo sin empañar?
Porque a esta hora ya no hay madre y deudos.
Ya no hay sollozo. Nada, más que un silencio atroz.
Todos son una faz atenta, incrédula
de hombre de la otra orilla.
Porque lo que sucede no es verdad.Accidente
Temí... no el gran amor.
Fui inmunizada a tiempo y para siempre con un beso anacrónico
y la entrega ficticia
-capaz de simular hasta el rechazo- y por el juramento, que no es más retórico porque no es más solemne.
No, no temí la pira que me consumiría sino el cerillo mal prendido y esta ampolla que entorpece la mano con que escribo.Bella dama sin piedad
Se deslizaba por las galerías.
No la vi. Llegué tarde, como todos,
y alcancé nada más la lentitud
púrpura de la cauda; la atmósfera vibrante
de aria recién cantada.
Ella no. Y era más
que plenitud su ausencia
y era más que esponsales
y era más que semilla en que madura el tiempo:
esperanza o nostalgia.
Sueña, no está. Imagina, no es. Recuerda,
se sustituye, inventa, se anticipa,
dice adiós o mañana.
Si sonríe, sonríe desde lejos,
desde lo que será su memoria, y saluda
desde Su antepasado pálido por la muerte.
Porque no es el cisne. Porque si la señalas
señalas una sombra en la pupila
profunda de los lagos
y del esquife sólo la estela y de la nube
el testimonio del poder del viento.
Presencia prometida, evocada. Presencia
posible del instante
en que cuaja el cristal, en que se manifiesta
el corazón del fuego.
El vacío que habita se llama eternidad.Ajedrez
Porque éramos amigos y, a ratos,
nos amábamos;
quizá para añadir otro interés
a los muchos que ya nos obligaban
decidimos jugar juegos de inteligencia.
Pusimos un tablero enfrente de nosotros:
equitativo en piezas, en valores,
en posibilidad de movimientos.
Aprendimos las reglas, les juramos respeto
y empezó la partida.
Henos aquí hace un siglo, sentados,
meditando encarnizadamente
cómo dar el zarpazo último que aniquile
de modo inapelable y, para siempre, al otro.