Poemas de Jordi Doce
- Amanecer con tejo
- Árbol
- Blue hotel
- Canción de tormenta
- Cerro de Santa Catalina
- Desierto de los monegros
- Despojos
- Después de la lluvia
- Después de la tormenta
- El esperado
- El paseo
- En el cerro
- En Grandpoint
- En Kelmscott Manor
- En la ducha
- En la terraza
- Herida
- Imán
- Julio
- Lectura de Marguerite Yourcenar
- Llamada
- Noche de agosto
- Otros inviernos
- Palomas
- Para vivir
- Principio del páramo
- Reencuentro
- Revés del asombro
- Segundo diálogo en la sombra
- Sylvia Plath
- Viejo poeta
- Visita del grajo
- Vuelo antiguo
Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Jordi Doce:
En la ducha
Ya el agua se despliega por tu cuerpo
con sus redes de espuma y su tenue perfume,
que es el perfume de tu piel desnuda,
de tu piel que revive con el agua
más acá de este día. Desde el vano,
a la confusa luz del despertar
(porque al sueño le cuesta irse a dormir),
te veo enjabonarte muy despacio,
con morosidad casi,
serena en el detalle y la inspección.
Has detenido el tiempo al ignorarlo,
y sólo yo lo advierto,
parado en el umbral que te destaca.
Contemplo el agua algodonosa
fluir sin pausa por tus muslos:
dos regueros que llegan al esmalte
y forman un arroyo improvisado.
Van también, con el agua, algún cabello,
las íntimas heridas de la piel
y sus fríos rescoldos.
Se van, como el agua, a ningún sitio,
sin duda reprochando mi insolencia,
mi pie junto a la puerta y este silencio fijo,
que te acoge.
Amanece,
y es tu cuerpo también el que amanece
bajo el agua lustral de la complicidad.
No sabías que estoy, y ahora lo sabes,
y te gusta saberlo.
En mis ojos sorprendes un refugio,
la imagen de un deseo que te afirma
(porque el sí que no enlaza no es un sí),
y nada falta en ella,
como en la vida.
Reencuentro
Ojalá que la noche sea esto únicamente:
la pesada respiración del mar
como un animal torpe y hechizado,
un pañuelo de cuentas negras bajo tu frente,
la dulce sensación de estar a la deriva
contigo, de espaldas a la ciudad,
turbados por el pulso de un amor
que es siempre recomienzo.
Así me rindo a la evidencia:
lentamente, el reclamo de las aguas
con que el silencio nos acoge,
sencillo, hospitalario, se desplaza
para dar paso al frágil territorio del tacto
y remediar con él la insuficiencia
con que la soledad y la separación
nos obsequiaron tantos días.
Apenas hay sorpresa en nuestros ojos,
en nuestras bocas poco acostumbradas
al amor. Sólo tú, reencontrado,
recién llegado cuerpo,
podías franquear tan sin esfuerzo
la distancia que lleva a mis sentidos,
podías recibir la plenitud
que en este corazón cansado
dibuja la pasión, el instante más dulce.
Amanecer con tejo
En sombra, este ramaje
dispone celdas, redecillas,
calladas oquedades
de una penumbra
que la escarcha humedece apenas
con lengua terca y desprendida.
A espaldas de la luz
principiante,
mientras ladran los perros a lo lejos
y el íntimo rumor del aire
aviva los matojos de las lindes,
cuánta noche se anuda aún
en su corteza atenta
como una palabra no dicha,
como una sílaba prohibida
que el alba sólo atina a remedar
con voz y cuerpo largo
de calina.
Grávida, la mañana
desciende, se detiene junto al tronco
como enhebrada a su perfil
negro, fijo,
nocturno,
de dueño que reclama
sin prisa a su lebrel.
También sin prisa, yo los miro
absorto en la terraza, con palabras
que el silencio propone
como ciñe el ramaje
esa luz que despierta y, breve, se despereza
tras la primera nube fugitiva.
Después de la tormenta
Cuelgan las nubes sobre el día
como una sucia piel curtida
o la panza de un animal
dispuesto para turbios sacrificios
ante los filos de la luz y el frío.
Aún tiemblan los vidrios
con el impacto del pedrisco
y en la aspereza del asfalto
palpita y se deshace
la mínima blancura de los hielos,
como siembra a destiempo
que ni el cuervo siquiera
codiciará.
Pasajera furia
que sobrecoge, súbita, deslizas
en el oído un fondo percusor
sobre el que vuelve a florecer la vida,
feraz como el vapor de los jardines,
mientras arriba
las inquietas puntadas de la luz
abren en la grisalla
la imagen espectral
de un asombro para dubitativos.
En la terraza
Suspenso en el polvillo de la luz,
madura el escenario de la tarde,
su armoniosa maraña
(tejados y jardines, el curso del canal
con árboles al fondo,
el parque abandonado)
que implica al que lo mira
en un mapa de ausencias,
donde ceden las formas
al lento escamoteo de sí mismas.
En la frontera ingrávida
que junta día y noche, lo que existe
juega a la inexistencia,
se aventura, tal vez, en el camino
de su disolución. Es una disciplina,
un trato entre el mirar y lo mirado.
Todo aparenta, entonces,
aligerarse, como si en la sombra
latiera aún la levedad del tránsito,
el vuelo irreversible de la luz.
Al fondo, refulgente, la arboleda
destila una vez más esa humedad
que desdibuja el mundo:
coronando sus copas
vuelan los estorninos, se detiene la brisa,
el cielo es un estuario amoratado
que fluye hacia la noche. Todo calla
bajo la fiel marea de la desposesión.
Y éste que ahora se asoma a la terraza,
llevado de la intriga y el asombro,
sabe que en su interior
vuelve a brotar la luz, indescifrable,
lección de permanencia
que enciende la memoria
al apagar el mundo.
Árbol
Abro la puerta, y el olor del agua
al horadar la tierra entra en la sala:
lento vapor que liga el aire y deja
una semilla de alegría
en la piel:
pasan las horas,
la lluvia no remite,
la semilla se ha vuelto tallo
y se enrosca en torno a mi cuerpo;
afuera llueve, pero un sol se alza
ante mis ojos, que ya olvidan
el gris vencido de la lluvia:
árbol que ofrece luz, no sombra,
bajo sus ramas
sonrío, sin saber por qué sonrío.