Carmen González Huguet

Carmen González Huguet nació el 15 de noviembre de 1958 en El Salvador y es una reconocida poetisa y catedrática de su país. Su estilo impecable y su fructífera obra la han llevado a brindar clases y seminarios en importantes universidades, lo que le ha permitido hacer más conocida su obra. Además, ha ganado importantes premios como el de Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango.
Algunas de sus obras poéticas publicadas son "Las sombras y la luz", "Testimonio" y "Locuramor". Asimismo, ha escrito narrativa, donde se destaca su novela corta "En busca del paraíso" y su novela policial "Flores de papel"; ambas la han hecho merecedora de premios literarios.
Carmen realiza también trabajos de investigación, intentando acercarse a las bases de la literatura de San Salvador. Su intensa labor en favor de las letras, su estilo que muchos consideran deslumbrante y su pasión por la poesía la han convertido en una de las poetisas más importantes en la historia de su país.
Te invitamos a que leas algunos de sus poemas en nuestra web, tales como el soneto "Amor eres lo único que tengo" y "Locuramor"; en ellos parece notarse una fuerte influencia de la poesía española de principios de siglo, en el intento de volverse flexible pero conservando ciertos aspectos del clasicismo que le dan un aire particular y exquisito.

Poemas de Carmen González Huguet

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Carmen González Huguet:

Aire solo


Aire sólo, fervor que callo y digo,
palabra que te nombra y te delata,
que te eleva en su vuelo o te maniata:
en mi boca te encierro o te prodigo.

Te dejo a la intemperie o al abrigo,
te guardo en ventisquero o en fogata.
Pródiga, codiciosa catarata,
vas en mi labio como fiel testigo

de todo lo que en él pones y eres,
de todo lo que en él tu sed convoca
y de lo que en su amor beber quisieres.

Silencia esta ebriedad que el labio aloca
y con el agua en que dichoso mueres
cúbreme, amor, el cielo de la boca.

Memorial de agravios


Para Yadira Calvo


Porque el blanco odia al negro
Porque el amo teme al esclavo
Porque el ladino necesita al indio
Porque somos distintas
Porque no débiles
Porque lúcidas
Porque el deseo
Porque somos malas y bellas como Satán
Porque irracionales
Porque corruptoras
Porque objeto de deseo
Porque quebrantamos todas y cada una de las leyes humanas y divinas
Sólo con existir
Porque somos el otro, es decir, la otra
Porque el diablo nos tiene por aliadas
Porque Judith se atrevió a cortarles la cabeza
Y a castrarlos simbólica y físicamente
Porque Dalila ídem
Porque Pandora y Eva
Se les salieron del huacal
Porque la Medusa
Porque las Sirenas



Porque las Parcas
Porque las Furias
Porque Circe y su piara
Porque la Papisa Juana
Porque las brujas
Porque las putas

Porque somos las madres
Y tenemos el amenazante y terrible
poder de dar la vida entre las piernas
por todo eso
cuánto, en realidad,
nos odian y nos temen.

Memento mori


"...y no halle cosa en que poner los ojos
que no fuera recuerdo de la muerte"
Quevedo


I

Es la sombra que viene,
La garra preparada
Para el golpe certero,
La mirada en alerta
Que busca, sigue, acecha.

Nada se escapa al ojo
Implacable y absorto.
Nada al cruel arrebato.

Cuando la furia cae
Rasgando piel y carne,
Y la vida se escapa,
Y la sangre se amansa,
Y se instala la muerte;
Entonces comprendemos
Que el mayor enemigo,
El más voraz y aleve,
Nos hiere siempre el último
Desde adentro del pecho.

II

Ya no te creo, ciudad, el paraíso,
El eterno jardín donde la dicha enciende
Sus fuegos de San Telmo.

Tampoco te concibo como la cuna de las ilusiones,
O el rincón iluminado
Por las luces secretas del deseo.

Caída la venda de los espejismos,
Eres tan sólo ese paisaje sórdido
Donde rufianes y tahúres
Se tasan mutuamente,
Mientras los mismos tiburones
Se mastican sin pausa
Con sus dientes de oro.

La araña teje su tela, indiferente,
Mientras tanto.
Tarde o temprano,
Cualquiera ha de caer.

Puta


Rosario dixit

No es el reptil
que tienta con su boca ávida
desde el viejo manzano
del bien y el mal.

Ni Lilith,
ni una de tantas
nefandas encarnaciones del pecado.

Ni vedette proletaria,
ni siquiera
la devaluada y tropical
sacerdotisa de Venus
con que desean confundirla
sus dizque adoradores.

Una mujer al uso,
que se toma, se llena,
se quiebra y se repone
como una pieza más en la vajilla cotidiana
de los hombres;
para que la otra,
la, supuestamente, de lujo
jamás se descascare,
se desdore, ni pierda
el precioso y suntuario
estatus que le da la posesión.

Pero, al cabo,
detrás de la falacia,
ambas se sienten
igual que cualquiera de las dos vajillas:
larga y desdeñosamente
usadas
por un cuerpo que jamás comprenderá
a la piel que lo envuelve.

La misma piel que sabe
que hay un sordo desprecio
aun en el fondo del más hondo deseo
y que hay un resto de humillación
en cada entrega.

La amante I


Un lento derramarse, un cielo en fuga,
un crepúsculo muerto sobre el agua.
Una raíz de sal que te sumerge
en la hondura más negra de su grito.

El agua viene y lame cada orilla
con su lengua de cántico y caricia
y amortigua la luz su llaga inmóvil
para no herir la entraña de la tarde.

Sobre cada colina deja un soplo
detenido el arado de los besos.

Las manos se persiguen, se acorralan,
huyen por los rincones, vuelan, gritan
o van a agonizar en tus cabellos.

Tú miras y vacías tu mirada
en el recodo oscuro más remoto.
Y la llenas de nuevo con aromas
de un país que recorres entre sueños.

Miras y vas sembrando de tus ojos
un territorio fértil y sangriento
donde el rostro más frágil y furtivo
se hace piedra y derrota en cada ausencia.

Tu miras y te inventas lo que miras.
Miras el sol y enciendes en la tarde
un universo de luces moradas
que derraman su vino en las pupilas.

Tu miras y en el fondo de la noche
nace la luz del alba sucesiva.

Vuelve otra vez, espejo del pasado.
Ábreme en las entrañas otra llaga
más permanente y mucho más deseable
que la herida que llora lo que pierdo.

Pues si el reproche afila con su lengua
la navaja fatal de los agravios,
tú matas con la sola certidumbre
de no volver a ver el rostro amado.

Recorres un sendero y se disuelve
la ternura en tus manos como arena
deshecha en las entrañas del arroyo.

Y en la quietud endulzas esta boca,
hecha de espada y hiel, arena y odio,
para lamer el tallo del deseo.

Entonces amo el tacto de tus dedos,
que no engaña jamás como las voces.

Pueden mentirme todas las palabras.
Mentir tu desazón y tu distancia;
mentir también el vértigo cerrado
de la pasión que encierra mis temores.

Pero tus manos, no. Tus manos tiemblan.
Como si fueran pétalos del agua
acariciados por la brisa fría
y estremecidos por su raudo beso.

Ellas me aman más en su mutismo
que tú con las palabras exaltadas.
Tus manos, las raíces extendidas
de diez morenos dedos en mi carne,
hablan mejor en su silencio a gritos.

La enemiga


La sierva.
Nunca amante, ni amada,
ni la amorosa compañera,
ni la amiga.

Nunca la igual,
sino la subalterna.
La mejilla ofendida.
La carne doblegada.
La humillación servil.
Las manos y la voz
encarceladas por el miedo.
La que dibuja sumisión
disfrazando de amor el cruel despecho.

La que se condenó, por siempre y para siempre,
a no ser más que sombra y que silencio,
a girar sin resposo, ilusa luna,
en torno de un planeta indiferente.
La que vigila pasos y susurros
y vive carcomida de sospechas.

La que guardó su castidad preciosa
para el festín de la primera noche.
La que odió al que devoró las ilusiones
de la infancia
y la hizo estrellarse contra el polvo
de la vergüenza y el asco cotidianos.

La que terminó odiando
hasta la fecundidad sin pausa de su vientre,
condenada a repetir en sus hijas y nietas,
como en un laberinto de espejos,
el mismo dédalo sangriento y angustioso
de su madre y su abuela,
y de las madres y las abuelas todas de su estirpe.

La que jamás se atreve a disentir en alta voz,
pero que va frenando los proyectos de su amor
con la insidiosa diligencia de la cizaña
y la carcoma.
La que cuidó de untarle con hiel
hasta los más pequeños goces.

La que se condenó al áspero infortunio,
la que fue tapiando las rutas a la dicha
con los cadáveres
de sus propias,
marchitas ilusiones.

La que gravita, aun hecha cruz de camposanto,
sobre su espalda con el peso muerto
de una sorda y oculta recriminación.

La que lo mira
desde el fondo de todos los retratos
con su reproche mudo
y que, más que un recuerdo en la memoria,
se le quedó grabada
más allá de la piel,
eterna e inmutable, dolorosa,
como un remordimiento.

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